¿Y la ciudad?
En medio de estos dilatados, interminables años críticos, en los que la desesperación de la gente provocada por las carencias, la pérdida de poder adquisitivo y las infinitas dificultades de la vida cotidiana, atraviesa un dramático clímax que afecta a las mayorías (cuando más esquinas se convierten en vertederos y con cada tormenta veraniega puede producirse el derrumbe de uno o varios edificios vencidos por el tiempo y el abandono, y cuando las paredes están más agrietadas y despintadas), pues sucede que, en medio de ese panorama ya desolador, a La Habana también le han nacido y le siguen naciendo hoteles de cinco estrellas plus para un turismo de altas exigencias y estándares, unos visitantes que... aún no llegan y no se sabe cuándo llegarán a la isla.
Con esas nuevas edificaciones, la imagen de la ciudad se torna cada día más contrastante. Allí, en los lugares más céntricos, en el Paseo del Prado, o en El Vedado, o en el Malecón y la costa de Miramar, se levantan esos brillantes edificios de hierro y cristal que, de momento, parecen mausoleos vacíos, mientras otros albergues cercanos, también de propiedad estatal, se deterioran por una persistente «falta de recursos». Esos nuevos hoteles plus son como barcos fantasmas llegados de nadie sabe dónde y encallados en un litoral pantanoso desde donde las especies aborígenes los miran sin entenderlos, porque hablan en otra lengua, porque les son ajenos.
Y porque a unas cuadras de esos recién erigidos palacios rutilantes, con sus piscinas infinitas y sus lujosos bares repletos de bebidas inimaginables, esas instalaciones a las que nunca podrán acceder los habitantes cada vez más empobrecidos del país, hay también unas calles oscuras y llenas de furnias, flanqueadas por edificios en ruinas y casas no pintadas en décadas. Por esas calles más reales deambula el indigente que hurga en los latones de basura, el anciano que camina con sus zapatillas destripadas luego de hacer varias horas de cola en una farmacia para comprar —si pudo hacerlo— los medicamentos que escasean y necesita para seguir viviendo en su pobreza, la joven que se ha puesto en venta y la que busca visa para un sueño, como dice una canción.
Sumergidos en ese panorama de desoladores contrastes, mientras avanzamos por un sendero que siempre recuerda (y cada vez más) a la carretera postbélica de Cormac McCarthy y que conduce al mundo de las últimas cosas de Paul Auster, seguimos escuchando los discursos triunfalistas dichos en neo lengua del Gran Hermano, arengas que pretenden borrar memorias incómodas y ocultar el rigor del presente tras una misma y cansada retórica, prometiendo incluso que el próximo año (así se anuncia en cada diciembre) va a ser mejor. Pero la realidad más concreta y palpable es que el país se vacía mientras tanta gente escapa hacia cualquier destino más allá del Malecón, y mi espacio urbano se torna cada vez más ajeno y agónico, más violento, más rico para algunos y más pobre para muchos.
Si el milagro cubano es que los cubanos viven de milagro, el misterio habanero es que la ciudad, a pesar de todos esos pesares, sobrevive y, orgullosa de su historia y su prosapia, de sus bellezas patentes, sigue siendo el sitio al que muchos quieren ir, en el que otros muchos empecinados queremos estar, a pesar de todos los pesares, que son muchos. Y en mi caso —que también debe de ser el de otros— porque es el lugar donde soy y estoy.
Y por eso yo escribo. Escribo en mi casa del barrio de Mantilla, al sur de La Habana, en la misma casa y sitio donde nací, hace ya casi siete décadas y desde el que mis padres me invitaban a «ir a La Habana». Y mientras me empeño, intentando reflejar lo que va siendo esta vida cubana en los tiempos en que me ha tocado vivirla, o evocando la existencia pasada legada por otras memorias, ocurre que uno y otro periodista en diversos lugares del mundo me preguntan por qué sigo aquí. Y siempre doy la misma respuesta: estoy aquí porque pertenezco a este lugar, porque aquí está la razón de ser de que quiera y necesite escribir, aquí viven las personas de las que quiero expresar sus dudas, esperanzas, frustraciones, miedos. Porque aquí está mi lengua, este idioma habanero en el que hablo y escribo. Y porque tengo una conciencia ciudadana que me impulsa a cumplir la responsabilidad de fijar una verdad en la que creo, que seguramente no será la única verdad posible, que algunos tratarán de devaluar o tapiar o negar, pero que otros muchos saben que es verdad y que esa verdad exige que de ella también haya memorias como la mía, no solo discursos triunfalistas y justificativos, los eternos llamados a la resistencia, la convocatoria a más y más sacrificios. Y, claro, escribo porque me duele mi país, me duele mi ciudad y el único alivio que tengo para tanto dolor es precisamente escribir, aquí y hasta que pueda: observando y tratando de apropiarme de una atmósfera, mirando y percibiendo un creciente sentimiento de «ajenitud». Tratando, con palabras, de armar una sinfonía habanera, con acordes amables y con ruidos discordantes. Y siempre aquí, en mi casa de Mantilla, La Habana, Cuba.
Y lo haré hasta que me expulsen por lo que pienso y escribo o yo mismo me dé por vencido, que todo puede ocurrir, y entonces, igual que varios de los personajes de Como polvo en el viento, cierre a mis espaldas las puertas físicas de la ciudad, solo las puertas de la ciudad ajena, porque estoy convencido de que vaya a donde vaya, La Habana, la mía, se irá conmigo.
El barrio estaba siendo demolido por el empuje de un viento que corría a más de doscientos kilómetros por hora y era poco lo que se podía hacer contra aquella perversidad celestial, salvo rezar y esperar.
El Conde, que había olvidado hacía treinta años la primera de aquellas opciones, pensó si lo mejor no sería regresar a la cama y cubrirse la cabeza mientras la naturaleza realizaba su macabra maniobra purificadora. Sabía que dos horas después sobrevendría la calma, incluso cesaría la lluvia y saldría el sol, para alumbrar mejor el desastre. ¿Qué quedaría de aquella ciudad castigada y envejecida que el Conde llevaba en su corazón a pesar de no tener correspondencia en sus proporciones amatorias? ¿Qué sobreviviría de aquel barrio del cual no podía ni quería escapar, el único sitio en el mundo donde sentía la posibilidad de tener un mínimo lugar donde caerse muerto, o donde seguir con vida? Posiblemente nada: en realidad, la devastación había empezado mucho antes, y el huracán solo era el rematador feroz enviado para concretar las condenas ya iniciadas... Quedaría, si acaso, la memoria, sí, la memoria, pensó el Conde, y la certeza de aquella posibilidad salvadora lo hizo abandonar la cama, caminar hasta la mesa de la cocina y acomodar en su superficie manchada de quemaduras de cigarros, ácidos de limón y erosiones de rones vertidos, su vieja máquina Underwood. Sí, ya era tiempo de empezar. Entonces colocó contra el rodillo aquella hoja de una blancura prometedora y comenzó a mancharla con letras, sílabas, palabras, oraciones, párrafos con los que se proponía contar la historia de un hombre y sus amigos, antes y después de todos los desastres: físicos, morales, espirituales, matrimoniales, laborales, ideológicos, religiosos, sentimentales y familiares, de los que solo se salvaba la célula originaria de la amistad, tímida pero insistente como la vida.
Y el Conde escribía, confiado de que aquella historia de un policía, un joven herido, un muchacho que quiso ser un gran pelotero y se enamoró de una mujer diez años mayor que él, de un tipo empecinado en rehacer la historia, de una mujer bella, leve, pero con unas nalgas pétreas, de un escritor prostituido por su ambiente, y de toda una generación escondida, resultaría tan escuálida y conmovedora que ni siquiera el desastre de ese día de octubre y de todos los otros días del año podrían vencer el acto mágico de extraer de su cerebro aquella crónica de dolor y de amor, vivida en un pasado tan remoto que la memoria trataba de dibujar con tintes más amables, hasta hacerlo parecer casi bucólico. Pasado perfecto: sí, así la titularía, se dijo, y otro estruendo, llegado de la calle, le advirtió al escribano que la demolición continuaba, pero él se limitó a cambiar de hoja para comenzar un nuevo párrafo, porque el fin del mundo seguía acercándose, pero aún no había llegado, pues quedaba la memoria.
1989. Paisaje de otoño (1998), págs. 258-260