martes, 17 de febrero de 2015

Las piedras enfermas*



Las piedras de la vieja Lutecia están enfermas de un mal peligroso y muy moderno. Los municipales han puesto el grito en el cielo, como lo manda la ley, desde que las arcadas de los monumentos que el tiempo consagró y el humillo de los automóviles destruye, han empezado a descascararse y a dejar caer moles enteras sobre los viandantes. Sí, se nos cae París. El carbón de las fábricas y el mal aliento de los tubos de escape, lo deshace. Murió leproso el viejo joven, escribirá la historia; y los poetas que usarán papel de hojalata en el siglo tres mil, escribirán poemas a las piedras tristes que en las orillas del Sena, melancólicamente, se suicidaron con el veneno de los precipitados carbónicos y el tufo de los automóviles.
¿Quién curará a las piedras? Los médicos de la Universidad de Paris se preocupan más de las gentes que de los monumentos y entre los municipales, a pesar de haber veterinarios y dentistas, hacen falta médicos que devuelvan la salud a Notre-Dame, al Panteón, La Sorbona, a los cien palacios de esta ciudad alrededor del Arco del Triunfo, desenvuelve la serpentina luminosa, que la mirada del borracho de gloria multiplica, y que achata la mirada del burgués enfermo de comparaciones, práctico e interesado.
Los días y las noches pasan igualmente rápido por los relojes eléctricos que por los que todavía saben de la cuerda del siglo pasado, y a medida que transcurre el tiempo, la lepra corroe las torres que el gótico en su fan de cielo llevó al espacio, sueltas como flechas para matar a estrellas o para herir a Dios. El gallo galo se deshace. Los rumbos de los vientos no son los mismos que antes: ahora hieden las ciudades a ventoso de automóvil. Por el firmamento pasan los aviones quemando finísima gasolina. Y Tolomeo diría, basándose en la enfermedad de Paris, que la nave azul que cubre nuestras cabezas, minada por el desperdicio de gas de los aeroplanos, va a caer, descascarándose a pedazos. ¿Nos sepultarán las estrellas?
Las estrellas no, los municipales llevan la cola de la lógica en sus carteras de cuero; pero los edificios nos sepultarán el día menos pensado, o, por lo menos, nos quebrarán la cabeza, una costilla o un miembro...
El patriota romántico pone los ojos en blanco y suspira ante la perspectiva con posibilidades para alcanzar sin mucho trabajo, la Legión de Honor. Éste es el caballero de la Legión de Honor, se diría en el futuro porque cayó en una torre encima y lo dejo vivo, apenas si le amputó las manos.
Entretanto, el medico cumpliendo con sus obligaciones para con la humanidad, llamará la atención de los hombres de ciencia y dinero para contrarrestar esa corriente de simpatía que lleva a todos hacia la defensa de las estatuas, en el lamentable olvido de los pulmones de los habitantes, niños, ancianos y mujeres que deben estar tuberculosos, sin duda, o en vías.
Los viejos pulmones de la ciudad que ha respirado días de gloria y de pena, que ha gozado y ha sufrido, quedan olvidados en los archivos del Cabildo, y toda la atención se reconcentra en los pulmones pasajeros del hombre que ha construido un mundo demasiado complicado para al final, como el gusano de seda, encontrarse preso en él: en la ciudad de las calles insuficientes para los millones de vehículos de motor que pululan dejando tras sí el venenoso quilo de sus combustiones.
Un mendigo llora. Pedía limosna en una esquina y le ha caído una piedra en la mano. Uno de los santos de la entrada de Notre-Dame, el que más llama la atención del turista, está con la cabeza en las manos, no por otra cosa. Como santo, previó los tiempos y para no dar que hacer a la gasolina, se decapitó él mismo. Se teme, sin embargo, que la cabeza se le caiga de las manos, lo que realmente sería un homicidio premeditado y ejecutado con lujo de atrocidad. Las gárgolas vomitantes sonríen sobre los que pasan. Los diablillos negruscos se agarran con monumentos todas sus fuerzas de las esquinas adornadas con flores de lis. En los momentos del crepúsculo parece que va a sonar la trompeta del fin del mundo. Si será una trompeta...Si será una bocina...Si será un pito de locomotora...Si será una sirena de vapor. Los tiempos están cercanos. La bocina ha sonado. Ventosos de automóviles. Vuelo de aeroplanos que sueltan la tierra en el espacio vacío como una paracaída inútil, por sorpresa llena de juguetes. Dios y Los Ángeles sentirán el descanso de los espectadores que han visto hundirse el templo en el tercer acto de Sansón y Dalila. . .
Pero, perdón, en verdad que hablábamos de urbanismo con los municipales.

(*)  Miguel Ángel Asturias, 
El Nacional, Caracas, 16 de diciembre, 1970.




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